Trafalgar Square, Londres. Octubre de 2006.
En El cuento de navidad de Auggie Wren, publicado en el New York Times el 25 de diciembre de 1990, Paul Auster refiere una conversación entre el dependiente de una tabaquería, Auggie, y uno de sus clientes, un escritor de nombre Paul. El primero ha estado fotografiando la misma esquina, a la misma hora, la misma vista día tras día durante los últimos doce años, y cuando se entera que Paul –a quien creía un cliente como cualquier otro- es un novelista renombrado, quiere mostrarle de inmediato sus fotografías. Abiertamente desconcertado, éste comienza a hojear los álbumes de Auggie:
“Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes [...] Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie [...] Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí”.
Continuar leyendo
Con iluminadora sencillez, Auster pareciera poner en boca de su personaje el escurridizo centro mismo de la imagen fotográfica, ese “esto ha sido” misterioso que ha intrigado a fotógrafos y teóricos por igual, y que el propio Barthes sólo puede dilucidar replegándose sobre sí mismo, intentando explicarse la conmoción que le produce la contemplación de una vieja fotografía de su madre: “Lo que veo se ha encontrado allí, en ese lugar que se extiende entre el infinito y el sujeto [...]; ha estado allí, y sin embargo ha sido inmediatamente separado; ha estado absoluta, irrecusablemente presente, y sin embargo diferido ya [...] La Fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido”. Pero las imágenes que Auggie le enseña a Paul no son sólo “Fotografía” a secas y con mayúscula, como aquellas de las que se ocupa La cámara lúcida: son además fotografías en la calle, instantáneas cotidianas en “la esquina de la avenida Atlantic y la calle Clinton”, en una ciudad que es Nueva York pero que podría ser cualquier otra.
Doblemente el tiempo, entonces, en el cuento de Auster: el de la vida y los días (“el tiempo natural”), y aquél que se apura y se pierde en las calles de la ciudad (“el tiempo humano”) bajo la forma de las multitudes afanosas en perpetuo movimiento. Tal es el reino difuso y sobrecargado de la street photography, por definición, y también –en alguna medida- del photojournalism, de la fotografía documental e incluso de ese magnífico negocio llamado “lomografía”. Cual más, cual menos, cada una de estas prácticas sale a la calle en busca del tiempo, en un principio con la ilusión de conseguir un registro fiel y objetivo de la “realidad”, y más tarde con la inquietante conciencia de que tales registros en verdad nunca han sido otra cosa que visiones intencionadas, construcciones de la subjetividad, meros puntos de vista entre muchos otros puntos de vista posibles.
(Poco dura el desengaño, en todo caso, y la fotografía en la calle se recubre luego de un interés adicional, que radica en que aquello que no se muestra es –en definitiva- tanto o más importante que lo que sí es revelado. Lo encuadrado y lo excluido del encuadre serán ahora la fotografía misma, y ésta será tanto del que la contempla como de aquél que la ha tomado. De esta manera, en cada imagen habrá muchas otras, tantas como el número de las posibles interpretaciones y lecturas que cada fotografía pueda suscitar.)
Canary Wharf, Londres. Noviembre de 2006.
Pero la fotografía no siempre ha vuelto la mirada sobre la calle. Si atendemos a cualquier “historia social” de la fotografía, se nos dirá que su rápido desarrollo inicial se debe fundamentalmente al interés de la burguesía europea decimonónica por regalarse a sí misma una estética que acompañara dignamente a su severa ética; ahora bien, nada podía encarnar mejor los valores burgueses que los burgueses mismos, y así fue como la fotografía se desplegó como arte y oficio a través de la industria de los retratos. (Más tarde vendrían los hombres de ciencia, ávidos de poner ante las cámaras todo aquello que les resultara motivo de sorpresa o interés, para favorecer también el desarrollo de la técnica y la tecnología fotográfica.) Por tanto, y sin desmerecer por cierto las vistas callejeras que el siglo 19 nos ha legado, habrá que esperar a que aparezca el fotoperiodismo –con su invaluable contribución a la afirmación de un lenguaje fotográfico en propiedad- para que la calle comience por fin a dejar su impresión sobre las superficies fotosensibles de manera abierta y sistemática.
Los grandes fotógrafos del siglo 20 –desde los adelantados Stieglitz y Riis ya a fines del 19 - han colmado nuestras visiones con sus propias visiones de la ciudad; los lustrosos nombres de Brassaï, Cartier-Bresson y Doisneau están ligados indisolublemente a las luces y sombras de las calles europeas, de la misma manera que Weegee, Frank y Owens hacen foco sobre las irrefutables contradicciones de las ciudades estadounidenses. En nuestro país, por su parte, y cerrando finalmente el siglo que acogió la “era de la fotografía”, el trabajo de la Asociación de Fotógrafos Independientes ha evitado que la desolación que campeaba en las calles de Santiago en los años más violentos de la dictadura haya sido completamente olvidada.
Hoy, el poder de congelar un fragmento del tiempo se encuentra al alcance de casi cualquiera, aunando en la producción de las imágenes a los cofrades organizados de la fotografía, a los cazadores solitarios y también a los transeúntes casuales echando mano de sus celulares con cámara o sus “digitales” de bajo costo y fácil uso. Sin embargo, y lejos de suponerle una amenaza, esto no hace sino multiplicar las posibilidades de la fotografía en la calle: si cada urbanita puede ser al mismo tiempo fotógrafo, el espectro de lo posible de ser fotografiado se multiplica entonces por lo que cada par de ojos posado sobre la ciudad es capaz de ver.
En la versión fílmica del cuento de Auster, Smoke, el personaje del escritor descubre a su esposa, recientemente fallecida, en una de las fotografías de Auggie. En la exasperante Blow up, Thomas descubre que ha registrado casualmente un asesinato al momento de ampliar las fotografías que ha acaba de hacer en un parque. Tales son algunas de las alternativas de la fotografía en la calle, como también lo son las inquietantes –a veces pesadillescas- visiones de un Hine, una Lange o un Vergara: lo cotidiano, lo inesperado, la casualidad, nuestra vida de todos los días y también aquello que la hace tan especial, el tiempo.
“Cogí otro álbum”, termina diciendo Paul en El cuento de navidad de Auggie Wren. “Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio”.
Portobello Road Market, Londres. Octubre de 2006.
***
Una version resumida de este ensayo fue publicada en el numero 91 de la Revista Universitaria
Volver al inicio